Tenía 23 años y hacía poco tiempo que vivía sola. Estaba tan
feliz, me sentía tan bien, que creía que a partir de ese momento sólo iban a
pasar cosas buenas.
Dos hechos me hicieron prender todas las alarmas para
siempre. El primero sucedió una noche en el barrio de Saavedra. Trabajaba en
una productora de tv que funcionaba en una casa en Pinto y Huidobro. Ese día
se había hecho tarde, serían las 10 de la noche, las 11 tal vez. Cuando salí,
caminé derecho por Huidobro hasta Cabildo, seis cuadras a paso rápido, enfocada
en llegar.
A las tres cuadras, un auto comienza a seguirme. Se me
adelanta y frena en el borde de la vereda. Se baja un tipo con el pelo muy corto,
morocho, corpulento. Un cana, pienso. De frente se acerca y me dice: “Flaquita,
vení, vamos a tomar algo, te invito”. Lo que decía y su actitud física me
hicieron retroceder instantáneamente. El tipo me agarró del brazo derecho y
muy rápidamente, lo dobló y me lo puso en la espalda. Con su otra mano me agarró
del pelo. Inmovilizada, lo único que me quedó fue gritar. Lo puteé con todas
mis ganas, a los gritos. El decía, “calmate, calmate”, yo seguía gritando, lo
puteaba sin parar, me sentía atrapada, el tipo empezó a arrastrarme hacia el
auto.
De pronto se encendieron las luces del jardín de la casa
frente a la que estábamos. El dueño de la casa gritó algo que no supe qué
era y empezó a ladrar un perro. El tipo me soltó, se subió rápido al auto y se fue. Yo
empecé a correr. Con mis tacos, como pude, hice tres cuadras a la velocidad
de la luz. Cada tanto miraba a ver si el tipo volvía. Cuando llegué a
Cabildo, todavía temblaba, pero había
gente, había luces y me sentí a salvo.
Lo segundo que me pasó, alrededor de un año más tarde fue
que conocí en el hall del Teatro San Martín a un muchacho con toda la onda:
flaquito, con rastas, hablaba un portuñol muy simpático. Me contó que era de
Brasil, de una zona cercana al Amazonas, que estaba viviendo en Buenos Aires. Yo
entraba a ver una obra de teatro y el me pidió el teléfono. Se lo di. Empezó a
llamarme casi a diario. Me recitaba poemas, sus charlas eran filosóficas,
después de varios días, me invitó a salir y accedí. Nos encontramos, caminamos
y charlamos.
La segunda salida venía con intenciones sexuales. Me invitó
a la casa donde estaba viviendo con unos amigos en el barrio de Chacarita.
Llegué alrededor de las seis de la tarde. Su casa daba a la
calle. Él estaba solo, charlamos un rato largo y después tuvimos sexo sobre el
piso del living. Yo me sentí rara. Me pareció que el flaco había entrado en una
suerte de trance, como si hubiese cambiado su energía, no me prestaba atención,
se quería imponer. Cuando terminó, traté de no parecer asustada. Se vé que algo
intuía. Esperé un rato y le dije que me iba porque tenía que estudiar para un
parcial. Él trató de convencerme para que me quedara. Le dije que no, que me tenía
que ir. Entonces me empujó y caí de espaldas sobre el sillón. Él me presionó la
panza con su rodilla. Le dije: ¿Sos boludo, qué hacés?
Empezó a hablar en portuñol, pero ya no le entendía nada. Se
acostó arriba mío y con el brazo izquierdo me presionó el cuello mientras hacía
malabares con la bragueta. Grité fuerte, una, dos veces, tres, pero enseguida
me ahogaba, me apretaba fuerte el cuello, me clavaba el codo en la garganta.
Tomé fuerza e intenté empujarlo. No podía. El tipo seguía intentando penetrarme
y tenía mucha fuerza.
Estaba ya casi sin aire, cuando sonó el timbre de la puerta
de calle. El flaco se asustó tanto que se paralizó. Me aflojó el cuello un
poco y yo aproveché para empujarlo, y empecé a recuperar un poco el aire, a
gritar pidiendo ayuda.
El flaco salió de su trance, yo aproveché para levantarme
como con un resorte, agarré mi cartera, abrí la puerta, que estaba cerrada con
llave, y salí. Esperaba encontrarme con alguien, la persona que había tocado el
timbre, pero no había nadie.
EL flaco salió atrás mío. Me hablaba, me preguntaba: ¿A
dónde vas? Quedate y hablamos. Llorando, con miedo y odio le grité que era un
hijo de puta, que me dejara en paz.
Caminé acelerada, el pibe me seguía. “Esperá no te vayas
así, entendiste mal”, decía. Paré un
taxi. EL flaco se quedó en la vereda, cortado.
Llegué a mi casa, me metí debajo de la ducha, asqueada,
temblando. Cuando salí, sonaba el teléfono, ere el flaco. Me dijo que yo no
entendí, y me quiso leer no sé que. Le dije: Flaco, estás loco, no me llames
más: Tengo amigos, hermano, si te me acercás de nuevo voy a encontrar a alguien
que te cague bien a palos.
Cortó. Yo estaba asustadísima. Lo primero que hice fue
llamar a mi amigo Ariel. Le conté lo que me había pasado. Me dijo: Vos estás en
pedo, ¿cómo te vas a meter en la casa de un tipo al que no conocés? Le di la
razón, me había descuidado.
Su última pregunta - la que me atravesó y que aún resuena en
mi cabeza treinta años después, me dio ganas de pegarle, pero pensé que Ariel
era hombre y que por eso no entendía nada- fue:
“¿Vos querías que te violara?”
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