"Me llamo
María y tengo 61 años.
Conviví con el padre de mis dos hijos 18 años. Han
pasado casi 23 de aquella separación que nos marcó para siempre. Sé que mis
hijos y yo tenemos una huella en el corazón y, a veces, el dolor sale.
Al
principio, cuando estábamos enamorados, la cosa anduvo pero después noté que le
gustaba tomar bastante cuando estábamos con amigos. Pensé que con el tiempo eso
iba a cambiar, que ser padre lo iba a volver más responsable.
Desde que
lo conocí tuvo una relación conflictiva con la madre y nosotros vivíamos con
ella. Cada tanto, se peleaban y mi hija y yo estábamos en el medio.
Después de que
nació nuestro segundo hijo, empecé a trabajar en la escuela y él seguía con su taller de artesanías. Yo
las vendía, pero mi sueldo era el que sostenía la casa y él entró en estados
depresivos. Permanecía días tirado en la cama. Discutíamos y él tomaba vino todas las noches y hacía escenas
de violencia: me gritaba, me amenazaba. Nos
volvimos hoscos.
Cuando le
decía que me quería separar, él se ponía
violento y dos o tres veces me
levantó la mano. Una vez fui con un ojo
morado a la escuela, me tapé el moretón con un cosmético y dije que me había
caído.
Vivíamos en
la parte de atrás del terreno, mi suegra escuchaba las discusiones e
intervenía, se armaban unas trifulcas
bárbaras. No me animaba a irme, no quería volver a la casa de mi mamá. Me
sentía prisionera.
La cosa era
así: nos peleábamos, no nos hablábamos, hacíamos las paces por un tiempo y después él volvía
a tomar. Cuando me fui me di cuenta de este círculo.
Una vez fui
al almacén del barrio a comprar algo de apuro y cuando le pagué al almacenero me preguntó si iba a pagar la deuda
de mi marido. Yo no entendí a qué se refería. Entonces él me contó que todas
las tardes mandaba a mi hijo a pedir fiado una cerveza o un vinito cuando yo
estaba trabajando. Para mí, fue el principio del fin. Entablamos una guerra sin
cuartel, de silencios y tensiones. Dejé de quererlo.
Me mataba
volver de la escuela, ir a saludarlo y sentir el aliento a alcohol. Me volví amargada y triste. Oscura como él.
Una noche,
comenzamos a discutir después de la cena. No recuerdo con claridad cómo empezó
porque en estos casos, cualquier cosa sirve de motivo. Supongo que le dije que
no aguantaba más y él, borracho, enloqueció y levantó su puño cerrado. Mi hija
que presenciaba la escena se interpuso entre su mano y mi cuerpo. Ella
recibió el golpe en la boca y gritó. Cuando la vi ensangrentada me abalancé sobre él con una fuerza
descomunal que no sé de dónde me salió y lo tiré al piso. Mi hija salió corriendo a lo de mi suegra que, al verla
herida en la boca, la atendió y vino a buscarnos a mi hijo y a mí. Él se quedó
solo en la casa llorando y pidiendo que lo perdonáramos.
Esa noche
fue una violencia terrible. Mi suegra nos tenía a mis hijos y a mí encerrados
en su casa. Él había quedado en la casa de atrás gritando hasta que el sueño lo
venció.
Mi hija se
quería ir y yo le dije que nos íbamos a ir todos cuando él se durmiera. Cuando
se hizo la mañana ella y yo nos fuimos, pero mi hijo se quiso quedar a acompañar al
padre. Le dije que lo vendría a buscar. Fue un momento terrible. Mi suegra me pidió
que me fuera por unos días pero que volviera. Yo le dije que sí.
A los pocos días volví porque él me amenazó por teléfono. Me decía que se iba suicidar adelante de
mi hijo. Fui a buscar a mi hijo por la mañana, aconsejada por un terapeuta, pasé el día en la casa y esa noche tuve que compartir la cama con él. Yo
tenía mucho miedo, pero quería rescatar a mi hijo. Un médico vecino tuvo que
sedarlo porque él andaba enfurecido y la madre intercedía a cada momento. Al
día siguiente, me fui con mi hijo. Volví a buscar nuestras cosas otro día, sabiendo que él no estaba.
Una amiga
me refugió en su casa, varios profesionales, amigos y familiares me ayudaron.
Nuestra
vida cambió."
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